2 de noviembre de 2007

Casa de Remolienda II

Los peldaños de la escalera crujían con cada paso que dábamos la Dorita y yo. Era una suerte de ampliación, un segundo piso oscuro y con varias puertas. Era todo de madera. “Sígueme al fondo cabrito”, me dijo la guía. Aunque sabía a lo que iba, la ansiedad del momento se apoderó de mí apenas cruzamos la puerta. Sentí, como dicen algunos beatos, el “llamado de la carne”, quería saltar sobre la Dora y graduarme luego.

La habitación debe haber tenido unos 6 u 8 metros cuadrados. Contaba con una cama de plaza y media, un velador, un lamparita de mesa y un par de pósters tipo Kamasutra. Al frente una mesa, con dos sillas y un florero trizado, con unas rosas algo mustias. Y eso era todo. Modesta, pero limpia. Al menos.

El tiempo comenzó a pasar muy lento. La Dorita se sentó en la cama, mientras yo permanecí clavado al piso, sin atinar por dónde partir. “Ven poh, no seai tímido”, me desafío a tres pasos de mí. “Te voy a dar tu primera lección”, agregó con expresión pícara. “¿Lo tenís parado cabrito?”, inquirió estirando su mano hacia el bulto que me precedía. El contacto me causó una alegría indescriptible y el entusiasmo hizo que me abalanzara sobre ella.

Ataqué directo a sus pechos, mientras trataba de besarla. “Aquí es sin besos, niño”, me frenó en seco. Me quedé de espaldas, mirando al techo algo decepcionado. Al segundo, Dorita yacía sentada a horcajadas sobre mí. Y aunque estábamos vestidos, podía sentir la suavidad de sus manos recorriendo mi cuerpo. Luego comenzó a guiar mis manos por el suyo. La toqué harto, por aquí y por allá, siguiendo sus instrucciones susurrantes.

“Vamos a la pelea”, dijo Dora risueña, mientras que desvestía. Hice lo mismo. Se tumbó desnuda frente a mí. Me abalancé por segunda vez sobre ella, dispuesto a vencer o morir en el intento. Sacó un condón y me lo puso, luego sus manos guiaron mi entrada. Me concentré para retener cada minuto, que, debo confesar, no fueron muchos en aquella primera vez, mientras seguía los movimientos de la Dora. “Estamos listos, cabrito, ya tenís patente de grande”, me informó mientras aún me tenía aprisionado entre sus piernas, segundos después de mi espasmo gozoso.

Me quedé un rato tirado sobre sus pechos, oliendo su perfume Coral. Sentí sus manos jugueteando con mi pelo y la miré un rato, sin saber qué decirle. “Estuvo rico”, se me ocurrió decir finalmente, cumplido que fue recibido con una carcajada por parte de la Dorita. Nos vestimos y volvimos al salón.

Cuando llegamos a la mesa, mi abuelo y don Nato. “Hola chavalillo, veo que ya eres de los nuestros”, me saludó don Lucas alzando su vaso de tinto. “¿Cómo se portó?”, preguntó don Nato, guiñándole un ojo a la Dora. “Bien, ahora sabe lo que es güeno”, respondió ésta.
Giró hacia mí y se despidió con un beso. De reojo, ví como mi abuelo le pasaba unos billetes de cinco lucas. “Servido y pagado”, le dijo, dándole una palmada en el trasero. Pidió la cuenta de los tragos y salimos.