5 de septiembre de 2007

Casa de Remolienda


Leyendo el otro día un avance de la película chilena Casa de Remolienda, instantáneamente se me vino a la cabeza aquella visita que, en compañía de mi abuelo, hiciera a una vieja y perdida casa de putas del sur de Chile. Corría 1992, yo tenía como 16 años y acompañé a mi abuelo en un viaje a Parral. Don Lucas -así era como lo llamábamos todos- bordeaba los 93 años y tenía todavía gran lucidez y vitalidad. "Hagamos un viajecillo chaval", me dijo ese día. Y salimos rumbo al terminal. Recuerdo que llegamos a Parral tipo cinco de la tarde y nos dirigimos a la casa de unos amigos de mi abuelo. ¿A qué? La verdad, a esta altura el motivo del viaje lo tengo bastante difuso.

Lo cierto es que fuimos recibidos con grandes abrazos y cariñosos gestos. El dueño de casa, Nato, era amigo de años de don Lucas. Durante casi dos horas fui mudo espectador de una conversación que giraba en torno a personajes salidos de novela y situaciones ocurridas hace medio siglo atrás, al menos. Logré desentrañar que el tal Nato, un corpulento anciano de rostro moreno y cabellos grises, había trabajado en la tienda donde mi abuelo -quien también trabajó ahí- conoció a la abuela. "¿Y este chiquillo, me imagino que es de los nuestros, como su abuelo", dijo en un momento el anfitrión, largando una estruendosa carcajada. "No sé -respondió don Lucas- los chavales de ahora no son ni la sombra de lo que era uno. Yo a su edad ya había salido a recorrer el mundo y éste, casi no se despega del refajo de su madre". Hubo risas generales, mientras yo intentaba descifrar qué cresta significaba ser "de los nuestros". Luego lo supe.

"Hey Lucas, don Nato y yo vamos a dar una vuelta", me aviso el abuelo unos minutos después. "Yo quiero ir", dije automáticamente, pensando en que no tenía gracia quedarme en aquella vieja casa de adobe, acompañando a la señora de don Nato, quien hablaba menos que yo. Me miró unos segundos y asintió: "Vamos, ya estás en edad de conocer algunas cosas. Total, estás con tu abuelo". Salimos los tres, conversando, al menos los viejos, a paso lento, por unas angostas calles en penumbra. Unas pocas cuadras más allá, nos detuvimos frente a una añosa casa verde. Parecía a oscuras, deshabitada. Don Nato golpeó suavemente la puerta. Se encendió una luz y pasos apurados salieron a nuestro encuentro. ¡Adelante! invitó una voz chillona, guiándonos por un largo pasillo.

Lo que ví al llegar a una especie de salón, en rigor un gran living repleto de mesas y raídos sillones, me dejó tieso. Era una casa de remolienda, donde media docena de parroquianos charlaba amenamente con las niñas -la mayoría no lo era tanto- del lugar. Al menos unas diez revoloteaban, enfundadas en ajustados vestidos de colores o pantalones tipo patas, tacones, grandes aros y pintura a discreción. De fondo, cumbias y rancheras amenizaban la jornada. No había piano, sino un gran mesón y las paredes adornadas con posters y calendarios de las embotelladoras que mostraban a estupendas y felices chicas en bikini.

Los viejos se pidieron una botella de tinto y una cerveza para mí. Confieso que, aunque no era la primera vez que bebía, ya que más de algún shop me había tomado a escondidas con mis compañeros de colegio, al principio intenté rechazar el trago. "No te hagas el leso delante mío", dijo mi abuelo sonriendo cómplice. Así es que me la tomé igual. Luego se acercaron unas damiselas, no muy agraciadas, más bien maduras, a conversar con nosotros. Yo sólo miraba, intentando registrar cada detalle en mi cabeza, mientras que a nadie parecía llamarle la atención que un niño estuviera entre los clientes.

La Dorita era una de las chiquillas de la casa, probablemente la más joven. Debe haber tenido unos 25 años, morena de amplia sonrisa y modales suaves. Tenía el pelo negro hasta los hombros, pechos pequeños y anchas caderas. Vestía jeans ajustados y una escotada polera fucsia, cuando se acercó a nuestra mesa. "¿Te acompaño cabrito, te veís aburrido?", inquirió de entrada, sentándose sin esperar una respuesta afirmativa. Don Nato hizo un gesto hacia la barra y el garzón llegó rápidamente con una piscola para la invitada. Se bebió la mitad con dos sorbos, me agarró de un brazo y me llevó a la pista. La seguí maquinalmente, mientras oía a mis espaldas las carcajadas de don Lucas.

La cercanía con Dora me despertó algo más que curiosidad. Sentí sus pequeños pechos clavados en mí y sus caderas me rozaron varias veces. Envalentonado le seguí el juego, apretándola un par de veces. Ella me apartaba con suavidad, pero luego giraba y volvía a rozarme. "¿Te hai acostado con alguna niña o estai cartuchito aún?", me preguntó al oído, al término de nuestra incursión dancística. "No, nada aún", respondí algo avergonzado. "No importa -contraatacó- eso tiene remedio".

Al llegar a la mesa, ví que mi abuelo se encogía de hombros ante las sigilosas palabras de la Dorita. "Pregúntale si quiere", fue lo último que le escuché. Ella giró su cabeza hacia mí, se levantó lentamente y caminó hacia una escalera. "Acompáñame, niño", ronroneó tomándome de la mano. Por segunda vez en la noche, la seguí mansamente. Miré de reojo a la mesa: mi abuelo y don Nato seguían conversando.

4 comentarios:

P dijo...

Un buen consejo para que pongas justo antes del body

#navbar-iframe{
height:0px !important;
visibility: hidden !important;
}

Don Lucas dijo...

gracias por el consejo, pedro...ya escondí la barra de navegación.

Verónica dijo...

¿Y qué pasó al final? Bueno, es de suponer, pero en una de esas quizás te arrepentiste y no dejaste que pasara nada.

Ojalá tenga segunda parte el post.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Que buen relato!!! y?.. que tal estuvo eso?....
Nos vemos... Carolitta...